Si esto fuera un guion de cine, se encabezaría así: Interior. Museo de los Barreiros. Día. Lluvia. JOVEN (27) mira por la cristalera sin que le presten atención. El equipo de rodaje transporta el material fotográfico al despacho contiguo. Entra ANTONIO (58) y se sitúa junto a Joven.
Ahora convendría explicar la escena, porque no está previsto que se grabe. Por una cosa que no grabemos, supongo, no nos vamos a morir. Aunque parezca que sí, que no hay historia que evite la cárcel de la cámara, que cualquier ocurrencia actual, copia de copias, merece reunirnos frente a una pantalla, tamaño fachada o bolsillo. Total, el formato da lo mismo y el tiempo nos sobra.
En el museo del difunto magnate de los vehículos se rodaba una película que a ninguno le apetecía demasiado hacer. Acababan de terminar una secuencia y se preparaban para la siguiente. Hacía meses que no llovía, la gente no hablaba de otro asunto, que a ver si venía ya el agua para disolver la nube de contaminación. Y llovió. Pero no de cualquier manera. Era una lluvia lorquiana, tenía «un vago secreto de ternura, algo de soñolencia resignada y amable», y apareció en silencio, tímida en su estreno, desatada en el tercer acto, asombrosa, única. Nadie se dio cuenta. Era el show que estaban esperando, el que todos pedían, y nadie se dio cuenta. Los mejores profesionales del país solo cargaban trípodes, palios y focos. Había que seguir produciendo porque el plan no admitía demoras; había que cumplir con los plazos para que saliera esa película que la mayoría de sus autores no querría ver, aunque sí la audiencia. Porque era para la audiencia, ¿no?
Pese a que formaba parte del equipo, Joven, caído por accidente en la filmación, casi intruso, se acababa de parar ante el ventanal. Fascinado, contemplaba la lluvia sobre las hectáreas de árboles de la finca. Pronto llegaron sus preguntas. ¿De verdad no le interesa a nadie? ¿Acaso esta película tendrá un solo plano comparable a este? Enseguida se acercó Antonio, el guardés de la hacienda, un hombre humilde, campechano, que había cuidado esas tierras gran parte de su vida. Joven conocía a Antonio de la semana de preproducción. Habían pasado alguna mañana juntos mientras le enseñaba las habitaciones. A Joven le había sorprendido que Antonio no supiera escribir con la corrección de quien ha tenido la suerte de ir al colegio, quizá la suerte de no abandonarlo por la obligación de trabajar. Pero a Joven aún le sorprendió más que Antonio, invisible como él, se pusiera a su lado para decirle: «Algún día he estado más de dos horas aquí sentado para ver esta lluvia». En esta ocasión no había sillas, pero vieron igualmente la tormenta de principio a fin. Luego Antonio se marchó a comprobar que los trastos no rayaban las paredes. Joven no se movió cuando el sol sustituyó a los créditos. Pensaba que a los creadores de un auténtico espectáculo se les aplaude incluso después de que se enciendan las luces.