Cierto día de octubre de 2016, extendí uno de esos manteles desechables, habituales en hostelería, sobre la prolongada mesa del refectorio de la Fundación Antonio Gala. El rollo de papel rodó hasta el borde y, en su particular acantilado, esperó un corte a tijera que se retrasaría varias horas: el límite de la madera podía no coincidir con el del esquema de los futuros treinta y tantos capítulos de La sastrería de Scaramuzzelli. Entonces dudaba –supongo que también hoy– de si anotar todos los acontecimientos de la trama era la manera adecuada de construir una novela. En las conocidas técnicas de “escritores brújula” y “de mapa” encontraba luces y sombras, libertades que perdían en explanadas a los primeros y calabozos en los que caían los segundos, y solo me parecía imprescindible, mediante aquella página en blanco gigante, asegurarme de que hipotecaba mis próximos años con la única historia que me obsesionaba contar: una fábula sobre el destino y las casualidades improbables.
Desde mis clases de conocimiento del medio en primaria, me había perseguido la sospecha de que el universo tal vez no ocupara más de 1.550 centímetros cúbicos, el tamaño de un cerebro adulto. Y me solía plantear: si ese campo negro de planetas, estrellas y asteroides tiene 13.700 millones de años, ¿qué probabilidad hay de estar en el presente? La realidad, tal y como la concebíamos, no debía de ser lineal, sino una reproducción eterna y en bucle, una película, un libro o un videojuego, pero con matices más complejos.
Empezó a preocuparme el sentido de la vida, la posibilidad del engaño, y me imaginaba escribiendo una obra en la que, por más que buscaba respuestas, solo tropezaba con preguntas, como si Dominick Cobb, en su quinto nivel del sueño, entrara en Matrix y descubriera a Neo girando una peonza que no se detiene porque, antes de hacerlo, la cámara muestra a Truman Burbank en su sofá, frente al televisor de tubo, aplaudiendo la escena del nuevo show.
Sin embargo, a ese proyecto de novela le faltaba una mitad, un contexto mucho más relevante de lo que pudiera pensar en un principio. Lo descubrí en una cita de Thomas Wolfe tiempo después: “No puedes escapar de lo autobiográfico cuando quieres escribir algo que tenga un valor real o duradero”. Había elegido mal el enfoque. Lo importante no eran las respuestas, sino quién y por qué las necesitaba. Leonardo DiCaprio, Keanu Reeves o Jim Carrey interpretaban, en un mundo onírico y de mentiras, a un ladrón de ideas, a un hacker y a un agente de seguros con objetivos y sentimientos muy reales. Yo acababa de cumplir los veinticuatro, trabajaba en la industria del cine y de la moda de Londres y, pese a que exploraba en relatos cortos todo tipo de temas, siempre acababa por esconder la misma inquietud: el amor truncado, aunque incondicional, de un padre por su hijo.
La sastrería, el pueblo, su gente, sus costumbres, la irrupción de la alta costura, la enfermedad de la época, el fabricante de tejidos Joseph Langhorne leyéndole al pequeño William en la ventana de su dormitorio… Comencé a ambientar la novela con los motivos y recuerdos que había llevado conmigo a Inglaterra. Extraje soledades de la infancia, miedos, confidencias, vivencias actuales, frustraciones de un joven futbolista que conoce demasiado el dique seco, y con ellos armé un falso escenario que llamé Tonleystone. Durante seis años, un foco imaginario iluminó a sus personajes, el camino del héroe, la crítica social, los vaivenes de la convivencia o las certezas que desayunan dudas, como diría Galeano; durante seis años, me dediqué a una novela que unía la vida circunstancial con la idea de que esta y todas las demás podían estar ya escritas, de que “la vida es, después de todo, un propósito de repetición”.
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